viernes, 6 de noviembre de 2020

Un abrazo por la Paz Eloy Reverón

Sobre las crestas de los montes trujillanos y a lomo de mula vieja, va cabalgando un jinete con su levita azul y sombrero de campaña. Lleva en su mente un pensamiento fijo, el encuentro con su más noble y leal enemigo que viene desde Carache con uniforme de gala para abrazarlo en Santa Ana.

La Muerte se había paseado impune por los campos de la conflagración. De las prósperas haciendas de los Grandes Cacaos solo quedaban cenizas y algunos esclavos sumisos entre los restos de la Casa Grande. La venganza había sido moneda de cambio en esa última década de desolación.

La monarquía recobraba paulatinamente su estatus en Europa, y la estructura del Imperio reconcentraba su poderío, pretendiendo al mismo tiempo, comprar la sumisión de los guerreros con una amnistía de maquilladas igualdades. Pero se había derramado demasiada sangre como para andar vendiendo dignidades.

Cuando el general Morillo se enteró por conducto del edecán O´Leary que la comitiva del Libertador no pasaba de diez oficiales, mandó a retirar sus húsares señalando que aquel lo había vencido en generosidad.

Amanece el vigésimo día de noviembre del año 1820 cuando los dos colosos se disponen al encuentro. La paz se anuncia en el ambiente, pero la efusión de tanta sangre no se ha detenido todavía. Un abrazo sella el acuerdo para despertar de semejante realidad. No es un sueño convertido en pesadilla. Había sido un estallido social como respuesta a la ausencia del poder de su Majestad ante la bota implacable de Bonaparte. Aunque todos habían visto al Capitán General renunciando desde el balcón de la Casa Amarilla. La autoridad divina de todos los monárquicos no podía ser decapitada así no más, como habían hecho aquellos herejes de la Primera República Francesa.

En poco menos de una década y con un ejército superior al de Monteverde, el nuevo jefe español había sufrido los rigores de una escasez que no le permitiría prolongar más la presencia de un Ejército que día a día, se desintegraba con tan escasos recursos. Desde hacía algunos meses, el Conde de Cartagena se había dado cuenta de que un enemigo semejante, solo podía ser doblegado con la muerte, y finalizadas las Guerras Napoleónicas, los patriotas contaban, de manera abiertamente solapada, con el apoyo de la Legión Británica, los vencedores de Waterloo. Esta circunstancia había llevado a la guerra por independencia de Hispanoamérica, hasta una dimensión de conflicto internacional.

Bolívar todavía puede recordar que si Monteverde hubiera sido condescendiente con las ovejas descarriadas, la avalancha del odio no hubiera llegado hasta semejante extremo. Pero ya era demasiado tarde. El rebelde general estaba a punto de ser reconocido por el enemigo como Jefe de un Ejército Nacional, de un Estado, y como representante del Congreso de una república civilizada. Un sujeto de derecho internacional público mediante el Tratado de Regularización de la Guerra y el Armisticio de Paz.

Se dice que fue un abrazo de francmasones, de reconocimiento fraternal y de reconciliación entre colegas en bandos contrarios. Morillo acordó construir una pirámide, y un solado español junto a uno patriota llevaron una piedra cúbica, emblema de los albañiles de la paz, hasta el lugar del encuentro. Se suspendieron las hostilidades hasta la fecha de una batalla decisiva, el 24 de junio de 1821 en Carabobo, la misma fecha que desde 1717, se celebraba en Londres, el aniversario de la fundación de la Gran Logia Masónica de Inglaterra.

Al día siguiente el general Morillo le contaba a un español de apellido Pino, que había pasado uno de los días más alegres de su vida en compañía del general Bolívar y de varios oficiales de su estado mayor, a quienes abrazaron con el mayor cariño. Agregó que Bolívar estaba exaltado de alegría; nos abrazamos un millón de veces y determinamos erigir un monumento para eterna memoria del principio de nuestra reconciliación en el sitio que nos dimos el primer abrazo.

Compartieron el pan de la fraternidad, comentó el general Páez. Moría la Venezuela Española, pero al mismo tiempo nacía la fraternidad hispanoamericana. Un indio castizo y visionario que había contribuido a vengar la ingenuidad de Atahualpa, después de tres siglos, en las Queseras del medio; pensaba para sus adentros, si todo el oro y la plata de México y Potosí podían comprar la posibilidad que tendrían los indios de un continente, otrora Babel de tantas variadas y diferentes lenguas, de unificar su entendimiento al convertir a la lengua cristiana, en el idioma que se habla y escribe en un gran continente. De conocer al cero que había entrado a Europa por Barcelona colado entre las liturgias del álgebra; y a los autores griegos traducidos por los sacerdotes desde las lenguas moriscas al latín y al Castellano. Al principio señorial de un Cid Campeador mezclado con el ánima del Ingenioso Hidalgo, reencarnado en el indómito espíritu del Libertador.


Caracas, 15 de noviembre de 2003